por Pablo Klappenbach
Un grupo es un ejercicio gimnástico donde se pone a prueba la elasticidad de los integrantes. El grupo existe porque hay intereses comunes: es, él mismo, el producto de una negociación y un número de concesiones que -de un modo u otro, tarde o temprano- resultan injustas para alguna de las partes. El trabajo, en este sentido, ocurre gracias a un acuerdo que suele resultar forzoso. La colectivización es una práctica que se orienta hacia la escenificación de lo desigual básico; es decir, parte de la base de una existencia común que incomoda (como en este film se parte del reloj que ha contado las horas de la explotación, finalmente nombrada a pesar de los titubeos del trabajador) para transformarla radicalmente. Es un paso inicial en el cual el acuerdo surge desde la generosidad individual pero que luego exige el retorno al teatro político, en donde lo mezquino sí juega un rol importante. Y en ese segundo instante posterior a la decisión unívoca es donde se produce la mayor cantidad de interrogantes alrededor a cómo multiplicar aquél segundo atávico, donde el sentido es común ya que es la respuesta de una primera persona plural a la violencia gestada por el antiguo orden. Hablamos aquí del viejo tópico del manejo de la organización en torno al poder una vez que se cree poseer la propia voluntad en forma completa. Hablamos de las asambleas, las fábricas recuperadas, pero también de la política partidaria y los grupos marginales de producción cultural. Hablamos de lo que significa la producción cinematográfica como el mejor experimento realizado sobre las jerarquías y los funcionamientos sociales en el capitalismo. Si el cine es metonímico eso se debe ante todo a que contiene una parte esencial del banco de imágenes sobre el trabajo que produjo este sistema de relacionar a los sujetos. La realización cinematográfica es el mejor modelo a escala obtenido hasta el momento de lo que debería ser el capitalismo: división extrema del trabajo, especialización, hipertecnificación y pagas ejemplares.
La cuestión, parece ser, es ver qué ocurre en cuanto nos vemos empujados al terreno de la política, cuando impera posicionarse y no es posible ninguna equidistancia de noticiero. Por más minúsculo que sea el grupo acaba por existir acumulación de poder, pugnas, desgastes. Algo nos dice que se nos empuja al desbande mientras vemos cómo el lodo llega hasta las rodillas, manchas que disrrumpen sobre el blanco impoluto de un acuerdo primigenio y –creíamos hasta aquí- fundacional. Es que el ejercicio colectivo supone confrontación, desacuerdo del sentido y la tensión de estar siempre a punto de desaparecer; supone la alianza y el desarreglo, la intromisión de lo personal –porque no es sino allí donde emergen subjetividades y se ejerce una individualidad lanzada a lo público-; supone el reconocimiento de que no hay tal fundación sino un presente siempre determinado por lo urgente, tal vez el talón de Aquiles de los grupos que se quieren horizontales: siempre se está desorganizado y, en consecuencia, la energía se fuga. Y acá surge el problema no sólo de que el acuerdo se malogre definitivamente sino también el miedo a que este sea el naufragio final, la caída de toda esperanza. Lo apocalíptico en estos casos está en todo momento al llegar y tal es su poder amenazante.
Impreso en Chilavert aborda estas cuestiones a partir de un presupuesto básico (que parece naïve pero que resuena sobre toda la película): subvertir la relación sujeto –objeto que definiría la práctica convencional del documentalismo o, más allá, del cine en general. Sí, vuelve otra vez al cine que habla del cine, pero con la intención de hacer visibles los modos de producción cinematográficos. Es fructífero este nuevo recorrido a través de la figura desgastada del metarrelato porque se nombran las posiciones en el trabajo y sus respectivas reparticiones de poder durante la producción, al punto de mostrar involuntariamente una desigualdad técnica –y por lo tanto político –económica– en la manipulación de una inactual cámara de formato hi8 y la más moderna y “cercana” a lo industrial, con sistema de grabación miniDV (estándar de la videomercancía apta para ser publicitada), que divide también la producción de material, clasificándola según sus cualidades técnicas. El intento del equipo por pasar por encima de aquella separación dicotómica sujeto-objeto es acusado en un primer momento por inexacto, incierto, sin objetivos. Se señala la deriva como algo negativo pues no asume el reparto previo, hace de cuenta que no escucha para percibir lo todavía no nombrado. Y en esto la película comete la cirugía que buscaba, consigue entrometerse entre los resquicios –más ajenos que propios, en lo que se evidencia, quizás, el obstáculo epistemológico al borramiento de las oposiciones– que supone la presentación colectiva; si se quiere, hay otro presupuesto oculto que es el creer en la necesidad de lo dispar para alcanzar un relato verosímil, pero lo cierto es que a partir de esa insistencia se recogen relatos que sólo circulan al interior de la cooperativa y que desde fuera son imperceptibles. O sea, mientras la caída de la oposición sujeto/objeto es dudosa, hace posible acusar a la película de ser un manifiesto de buenas intenciones progres, al menos puede observarse cierta transformación sobre los sujetos retratados. El equipo de Impreso en Chilavert, sea el que dicen los títulos u otro, imprime su marca sobre el objeto retratado. Lo hace porque desarrolla las particularidades y se mete entre las fisuras de un nombre, Cooperativa Chilavert.
La película, entonces, fuerza sus posibilidades al trabajar sobre una incompatibilidad: la estructura cinematográfica con sus jerarquías estrictas y la pretensión de construir un film de manera horizontal que retrate una organización horizontal. Pero en ese gesto obsceno no pierde inteligencia ya que entiende que, puesto que es una película sobre el trabajo, debe mostrarse a sí misma en su entramado de relaciones laborales, vínculos con la técnica y conflictos relacionados con el poder y la posesión del discurso. Quién maneja la cámara, quién asiste, quién microfonea: quién habla. Allí está el nudo dramático de la película, la concentración semántica alrededor de la cual giran todas las escenas (el montaje paralelo inicial que muestra a un trabajador ingresando, pero también la grabación de dicho plano, es reveladora de todo lo que prosigue).
Dice Arlt y dice Cafiero que la traición es la base de toda política, todo ser individuo social. Una verdad tan áspera como el asfalto; sin embargo, tanto en el relato arltiano como en la cambiante carrera del otro lo que ante todo se confirma es la necesidad de una asociación entre hombres. Y es también en el cuento de ambos que se vuelve una obligación compulsiva derrumbar la posible felicidad del todo. Escindidos entre ambas pulsiones, nuestras mentes culposas parecieran lograr reprimir el goce de la destrucción, mas luego termina apareciendo el recelo y la presunción de lo injusto. Es una pregunta básica que formuló alguien: ¿qué hacer cuando aparece lo injusto? La imposición de la propia ley como regulación preexistente es tachada de arbitraria y totalitarista, con razón. Llegamos por enésima vez al mismo –y por eso cínico– callejón sin salida, una especie de rencor por no tener a Dios, la paupérrima certeza de saber que cualquier gesto positivo fortalece lo que querríamos destruir. En definitiva, guarda cierta analogía con la crítica a los partidos de izquierda, a los que se les achaca su falta de plasticidad, siendo que en verdad no hay tanto margen de maniobra antes de ser Silvio Astier.
Con el Circuito de Cine Underground queremos oponer otro modelo a escala, otra ficcionalización –igual de ridícula que la otra; ésta por la casi ausencia de dinero, hija pródiga de ese espíritu pequeñoburgués de invertir en capital simbólico– cuyo imaginario aún desconocido encuentre otra forma del trabajo, otra forma de la política. Sólo que se muestran en la praxis los huecos teóricos o las imposibilidades de un pensamiento apegado a las contingencias: cómo incluir las pasiones en la reflexión, cómo anticiparse a la aparición de esas perversiones que se comprueban una y otra vez en el otorgamiento de un poder, vale decir, en la interacción. Por más ridículo que sea un grupo, por más insignificante e imperfecto que sea su funcionamiento, la asociación misma es la que determina, en su interior, la ocurrencia de una tensión por direccionar las voluntades, por definir el cauce en el cual ese cúmulo de energía (que no es aditivo sino exponencial: agruparse no es sumar sino potenciar una fuerza) se desarrolle. De dicha tensión debemos escuchar la imposición ineludible de un análisis -disgresivo, por qué no- sobre los modos en que el poder se acumula y distribuye, sobre cómo se hace posible accionar y cuánta pulsión tanática se gesta. Ya no es posible pensar en alcanzar un poder ajeno, visible en la cumbre, para luego ver de qué manera se opera. La urgencia del presente, que tan bien se percibía durante el 2001 e inmediatamente después, se ha acrecentado todavía más, pues existimos en un contexto que pareciera definirse por una normalidad que ha olvidado su precariedad. Acceder a una instancia reflexiva sobre la confección del poder –en su física micro y macroscópica– implicaría partir de la premisa de lo diferente (como dice Godard en Notre musique, un hombre y una mujer no son iguales, no se los puede encuadrar simétricamente), el reconocimiento de los diversos timbres de cada voz, pero sin dejarnos engatusar por campañas de bribones que ostentan el dominio de la regulación de lo público y nos dicen qué diferencias son las aceptables, quiénes resultan ser las particularidades protegidas.
El sujeto político se define por el gesto concesivo, o sea, por otorgarle a otro un poder a la vez que, gracias a ese otorgamiento, ese gesto “dadivoso”, se establece una deuda en su favor. Es allí que es posible hablar de un contrato y no antes. Sin embargo, no hay que entender esta concepción como consecuencia de una reflexión moralista, sino incluir en el campo de la visión, en el terreno de lo políticamente pensable, tanto los actos propios de la razón como aquellos de las pasiones (con su variante de “lo bueno” y “lo malo”) puesto que, como sabemos –y olvidamos, casi a propósito-, no operan como esferas autónomas sino que más bien son tramas superpuestas de una misma narración. Sólo así podremos dar cuenta de la complejidad del sujeto político y las trabazones que lo rodean, lo que permitiría poner a la teoría a la altura de las circunstancias e ir más allá de su actitud descriptiva para pensar lo impensable.